Heredé la casa de mis abuelos… y tuve que meterme en reformas

casa

Cuando supe que había heredado la casa de campo de mis abuelos, lo primero que sentí fue un nudo en la garganta. Tenía 27 años, acababa de empezar a construir mi vida en la ciudad, y de pronto me encontraba con una herencia que no esperaba: esa casa donde había pasado cada verano de mi infancia, cada Navidad de mi adolescencia, y tantos fines de semana en los que lo único importante era comer pan con aceite bajo el porche mientras ellos me contaban sus batallitas de cuando eran jóvenes.

No me lo podía creer. Siempre pensé que esa casa acabaría vendiéndose o quedándose vacía. Jamás imaginé que pensarían en mí para cuidarla. Pero lo hicieron. Me la dejaron entera, con su olor a madera, con las cortinas que cosió mi abuela a mano con mucho amor, con las fotos torcidas en los marcos del pasillo. Entrar de nuevo, ya sin ellos, fue como volver a un mundo donde el tiempo se había quedado detenido.

Y eso me dolió. Me dolió muchísimo. Me quedé quieta un buen rato en el recibidor, con la mochila aún colgada al hombro, sin saber si llorar o sonreír. Porque era una mezcla de todo. Era amor, era ausencia, era una responsabilidad enorme que no sabía si estaba preparada para asumir.

 

Recuerdos en cada rincón

Cada habitación tiene su historia. En el salón, mi abuelo me enseñó a jugar al dominó y a no hacer trampas. En la cocina, mi abuela me dejaba revolver la bechamel aunque dijera que la estropeaba. En el jardín, plantamos un limonero que aún da frutos. Nada más cruzar la verja, me sentí acompañada por ellos, aunque ya no estuvieran realmente a mi lado. Pero también me sentí responsable, porque no quería que su casa se viniera abajo con el tiempo. Quería conservarla, sí, pero también vivirla, transformarla, cuidarla.

La decisión no fue fácil. No tenía mucho dinero ahorrado, y sabía que una reforma iba a ser una aventura larga. Pero también era una forma de mantener viva su memoria, de hacerme adulta de golpe, y de empezar una nueva etapa sin soltar del todo lo que más quise.

Pensé en venderla, en dejarla cerrada, incluso en alquilarla. Pero no pude. No era una casa cualquiera. Era la casa. La única donde aún podía escuchar su risa si me quedaba en silencio…

 

Lo que no se ve también importa

El primer día que fui con calma a la casa, no fui sola. Llevé una linterna, una libreta y todo el valor del mundo. Porque una cosa es recordar con cariño un lugar, y otra muy distinta es mirar con ojos técnicos una casa construida hace más de 60 años. Empecé a notar grietas que no había visto, humedad en la parte baja de algunas paredes, el yeso desprendido en una esquina del techo… y luego subí al desván y vi que algunas vigas estaban combadas. No tenía ni idea de qué significaba eso, pero me dio mala espina.

Llamé a un amigo que es arquitecto, y me acompañó unos días después. Revisó la estructura, se subió al tejado, tocó las paredes, probó los interruptores, y me dijo algo que me marcó: “Si vas a vivir aquí, vas a tener que rehacer media casa. Y si no lo haces, no vas a dormir tranquila”.

Tenía razón. No lo quería oír, pero lo necesitaba.

 

Lo que aprendí sobre casas antiguas (y que nadie me dijo antes)

Aunque una casa antigua se vea a simple vista bonita, romántica y llena de historia… también es un pequeño peligro si no se revisa bien. Lo que no se ve puede ser un problema muy serio.

 

Te cuento algunas cosas que me abrieron los ojos:

  1. La instalación eléctrica es un riesgo real: En la casa había cables con más años que yo. Los enchufes no tenían toma de tierra, y el cuadro eléctrico era una reliquia. Un electricista me explicó que mantener ese tipo de instalación podía provocar un incendio en cualquier momento. Me lo dijo sin rodeos. Así que renovarla fue lo primero que hice.
  2. La humedad no se va con pintura: Había zonas con manchas negras en las paredes y el techo. Pensaba que era moho superficial, pero al picar la pared vimos que había un problema de filtración. Había que sanear toda la zona, aplicar productos específicos y, en algunos puntos, cambiar partes del aislamiento. No fue barato, pero sí necesario.
  3. Las vigas de madera no son eternas: Algunas estaban podridas por dentro. Me dolió en el alma, porque mi abuelo las había barnizado con sus manos. Pero la seguridad está por encima del sentimentalismo. Hubo que sustituir varias, reforzar otras, y tratar toda la estructura con productos antifúngicos.
  4. Las ventanas bonitas pueden ser un coladero de frío: Las ventanas de madera eran preciosas, pero estaban deformadas y mal selladas. El calor se escapaba, y el frío entraba. Decidí restaurar las que pude, y cambiar el resto por unas nuevas que imitaban el estilo antiguo pero con doble acristalamiento.
  5. Vivir sin reformar puede pasarte factura (literalmente): Al principio pensé que podía vivir allí un tiempo mientras reformaba poco a poco. Pero en cuanto pasé una noche, entendí que era inviable. Olía a humedad, las tuberías goteaban y la caldera era de otro siglo. Si alguien te dice que puedes ir tirando sin arreglar lo básico, no le hagas caso. Puede afectar a tu salud, a tu bolsillo y a tu ánimo.

 

Planificar una reforma es muy importante

Una vez decidí que sí o sí iba a reformar, empecé a planificar. Y te digo ya que es un proceso largo, a veces frustrante, y que hay que hacer con la cabeza fría.

Estas fueron algunas decisiones importantes:

  • Contratar a un técnico: No lo dudes. Un arquitecto o aparejador te ayuda a hacer un diagnóstico realista, calcular costes y priorizar. Yo hubiera tirado por lo estético sin él.
  • Solicitar permisos: Aunque sea tu casa, hay reformas que requieren licencia del ayuntamiento. Consulté todo antes de empezar para no tener sorpresas legales.
  • Presupuestar al detalle: Pide varios presupuestos, compara, pregunta qué incluye y qué no. Yo descubrí que algunos no contemplaban los acabados ni los remates.
  • Tener un colchón económico: Siempre surgen imprevistos. Siempre. En mi caso, una zona del tejado estaba peor de lo esperado, y hubo que rehacer más metros de los previstos.
  • Alojarse en otro sitio: Vivir entre obras es una tortura. Me fui unas semanas a casa de mi hermana y fue lo mejor que pude hacer.

 

Consejos de expertos que me ayudaron

Durante este proceso hablé con muchos profesionales. Aquí te comparto algunas cosas que Terreta Studio, estudio de arquitectura en Castellón, compartió conmigo y que, sinceramente, deberían enseñarse en los colegios:

  • No quieras conservarlo todo. A veces hay que dejar ir cosas para que otras duren más.
  • Lo que brilla por fuera puede estar podrido por dentro. Mira siempre el esqueleto del edificio, por si acaso.
  • Invierte en aislamiento, no en decoración. Lo segundo puede esperar, lo primero no.
  • Consulta a tu comunidad autónoma. Hay ayudas para rehabilitación energética, accesibilidad y eficiencia que pueden reducir mucho el coste final.
  • Haz fotos de todo antes y durante. Te servirán si tienes que reclamar o si quieres ver tu evolución con perspectiva.

 

El valor emocional de reconstruir

Mientras avanzaban las reformas, volví a dormir allí por primera vez. El tejado ya no goteaba, las paredes respiraban, y los enchufes no me daban miedo. Me senté en la vieja mecedora de la abuela —que logré restaurar con un carpintero— y pensé en ellos. En lo que habrían dicho al verme con casco y botas, dirigiendo a los obreros como si supiera lo que hacía.

Me sentí orgullosa. Porque no solo estaba salvando una casa. Estaba construyendo un hogar. Uno que habla de ellos y también de mí. Que mantiene las baldosas hidráulicas del pasillo, pero añade un baño adaptado. Que conserva la alacena antigua, pero ya no se llena de polvo. Que suena diferente, sí, pero que sigue oliendo a hogar.

Y eso no se compra. Se construye. Con trabajo, con errores, con cariño.

 

Una casa que respira futuro sin olvidar el pasado

No sé si viviré aquí siempre. No sé si en diez años seguiré en este pueblo o si la vida me llevará muy lejos de aquí. Pero sé que esta casa no volverá a estar abandonada. Gacias a esta herencia inesperada, aprendí a mirar con otros ojos los lugares, a valorar el trabajo manual, a tener paciencia con los tiempos y a entender que una casa no es solo paredes y tejado: es memoria, es cuidado, es responsabilidad.

Mis abuelos me dieron algo más que ladrillos. Me dieron un espacio para volver a ellos cada vez que lo necesitase. Y aunque reformarla haya sido duro, no cambiaría ni un paso de lo que viví. He aprendido cosas que no están en ningún manual. Y ahora, cada vez que cruzo la verja, siento que he hecho lo correcto.

Hoy, esta casa está viva. Y ellos, de alguna forma, también.

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